lunes, 28 de febrero de 2011

Lo que sé del miedo



Supongo que un libro tiene tantas vidas como ejemplares se hacen de él. Muchas de esas vidas, por desgracia, quedan abortadas en algún almacén. Otras, imagino, se pierden entre envíos, repartos y devoluciones. Algunas se perpetúan en las bibliotecas, a la espera de reencarnarse para nuevos lectores.
Ha tenido que transcurrir un año de la publicación de Las huellas erradas para que entienda por fin lo que pretendía hacer cuando la escribí; para que entienda cuál era la vida que le deseaba a esa novela. Veo ahora que mi intención no era sino crear un pequeño catálogo de miedos, aunarlos y ordenarlos, relatar, al cabo, todo aquello que sé sobre el miedo, para así exorcizarlo de alguna manera. Solo ahora comprendo que la escribí para que esos miedos los pasaran los personajes por mí, pero también a fin de que alguien más los experimentara conmigo, y de esa manera fuesen más llevaderos. Ése es el impulso que me llevó hasta el último párrafo de una historia que ni siquiera después de tanto tiempo sabría decir de dónde salió.
Fue tal vez ese fin terapéutico o «regenerativo» que tenía en mente lo que hizo que me sorprendieran tanto algunas reseñas que parecían considerar Las huellas erradas una novela histórica sobre el carlismo. Me costó entender que se adscribiera a ese género un relato sin apenas referencias temporales, una narración que transcurre casi en el vacío y en la que, hasta donde recuerdo, no hay ningún personaje carlista. También hubo quien la vio como «un relato apasionante con la fuerza de su historia, el entorno y los personajes, demostrando que la novela negra puede acercarse a escenarios y épocas poco habituales que rezuman veracidad e intensidad». Nunca creí haber escrito una novela negra hasta que leí juicios así.
Supongo que uno escribe y otros muchos entienden o no, interpretan a su modo, reescriben de alguna manera, dando nuevas vidas a un libro que en mi cabeza solo tenía una posible, seguramente mucho más pobre. Pero lo que caló más hondo fueron comentarios sutiles, como el de una lectora que me hablaba de cómo había soñado con un personaje secundario de Las huellas erradas, un personaje ínfimo, cuya historia ocupa un par de páginas y solo aparece para morir. También recuerdo cómo una amiga se llevaba la mano al vientre cuando me relataba un pasaje especialmente trágico de la novela como si no la hubiera escrito yo, ni la hubiera leído siquiera. Son esas pequeñas muestras de sincero interés y agradecimiento, y no las críticas —más o menos elogiosas, en mayor o menor medida compartidas— las que, a la postre, llevan a «reiterar el reto», a buscar una nueva historia en la que verter dudas y temores, o algo completamente distinto, todavía desconocido, aún por averiguar.