miércoles, 9 de junio de 2010

Amargo poso


El rastro de la culpa
una reseña de Naila Vázquez Tantinyá aparecida en el suplemento cultural de La Vanguardia

La culpa, completa e inexpiable,
enajena mentes y nubla corazones.
La culpa, escondida en el latir de
cada página, es la fuerza motriz de
los personajes creados por Eduardo
Iriarte (Pamplona, 1968). Las
huellas erradas, sin ser una novela
histórica, tiene como telón de fondo
el fin de la Tercera Guerra Carlista
(1872-1876), un excelente marco
para trasuntar sobre los instintos
más bajos del ser humano. Según
el autor fue un momento de
“sentimientos a flor de piel, de acciones
viscerales sin el ruido de
fondo de la contemporaneidad, un
microcosmos que deja a los personajes
en el vacío”. Así, la historia se
construye sobre un soldado carlista
desertor que, pasado un año, viaja a Escarza,
el pueblo de su compañero
en el frente, para descubrir
que este asesinó a su novia y se quitó
la vida. A medida que va resquebrajando
el muro de silencio que
envuelve los hechos, desentraña
misterios más oscuros y aterradores,
fruto del despropósito, el infortunio
y la culpa sempiterna.
“Fragmentaria, elíptica, llena de
misterio y de introspección psicológica”,
para Iriarte su cuarta novela
se elabora con herramientas del
siglo XXI a pesar de la ambientación
pretérita. El autor navarro
destaca que su obra “transcurre en
la cabeza de los personajes” y, aun
pareciendo una frase tópica, en este
caso es de lo más certera, aunque
el lector deberá llegar al final
del misterio para entenderla realmente
y “completar el puzzle”. Con
un estilo cuidado y cercano a la
poesía, Iriarte no se pierde en vacilaciones
históricas. Si algo ha
aprendido como traductor, comenta,
es a no repetir los errores de los
muchos libros que ha traducido,
que invierten páginas en describir
un uniforme militar cuando hoy,
gracias al cine, no es necesario, cayendo
en reiteraciones que “lastran
la trama”. Para este filólogo inglés,
traductor y editor freelance,
en cuya lista de ilustres traducidos
figuran Auden, Kerouac, Wolfe o
Cornwell, su novela consigue, como
la poesía, tratar temas morbosos y
cruentos de una forma sensorial,
elegante; poética.
Las huellas erradas es un sórdido y bello
relato que consigue, además,
dejar al lector con la misma
sensación de impotencia, vacío e
injusticia que la guerra y la desidia
provocan en sus personajes.
Un amargo poso que vale la pena.

martes, 1 de junio de 2010

Traductor de oficio, escritor de espíritu



Un simpático perfil publicado en l'informatiu.com.

Es uno de los traductores literarios más reconocidos de nuestro país, pero su deseo es tener el mismo reconocimiento de su labor como escritor. Persiguiendo ese objetivo Eduardo Iriarte presenta ahora Las huellas erradas, su cuarta novela y la tercera consecutiva premiada.
JUAN E. TUR.

En la Navarra de 1876 dos soldados del bando liberal deciden desertar cuando la guerra ya está prácticamente ganada y los carlistas comienzan a huir a los Pirineos. Lo extraño de la situación acontece cuando, la misma noche del regreso de uno de ellos a su pueblo natal, aparecen los cadáveres de la que fuera su novia, al parecer asesinada, y de él mismo, que podría haber puesto fin a su propia vida. Un año después, el otro soldado que huyó con él, incapaz de creer esa versión, va a es pueblo a indagar qué sucedió aquella noche a su compañero. Ése es el punto de partida de Las huellas erradas, la nueva novela de Eduardo Iriarte, y su último intento hasta la fecha de consolidar su carrera como escritor una vez que su labor como traductor -ha traducido autores tan dispares como Patricia Cornwell y Charles Bukowski- le haya granjeado una excelente reputación en el gremio editorial.
La novela, contextualizada en un hecho histórico y remoto, y su portada, con un lienzo barroco y que también hace referencia a ese contexto, sugeriría que nos encontramos ante una novela histórica, pero, según su autor, no lo es. Al menos desde un punto de vista convencional: "Está alejada del costumbrismo, y del estilo descriptivo y moroso que se tiene asociado con las novelas históricas. En cambio hay misterio e introspección psicológica. A mí lo que me interesa son los personajes, ver cómo empiezan a ser conscientes de sus actos y a intuir las consecuencias que van a tener. La novela pasa dentro de los personajes y a través de sus miradas volvemos a la noche de los crímenes desde distintos puntos de vista".
"No creo que me influya el estilo de los autores que traduzco, pero sí suponen un aprendizaje muy importante" reconocer Iriarte
No obstante, pese a no ser histórica, Iriarte se ha preocupado por cuidar los detalles y apunta haber contado con la ayuda de historiadores para asesorarse sobre lo que podían o no decir los personajes y cómo estos se conducirían dependiendo de las circunstancias. Además el hecho de enmarcar la acción en esa época no es casual: "La novela habla de temas que yo considero muy actuales, como son el miedo y la culpa, y que creo que definen el siglo XXI. Yo quería analizarlos, pero como en la actualidad hay mucho ruido y confusión, lo traslade a un contexto donde pudiera aislarlos, como si de un laboratorio se tratara. Y por eso los llevo al pasado y a un pueblo perdido en los Pirineos".
Un escritor con discurso propioLas huellas erradas es la cuarta novela de Iriarte, que aunque también ambientó la anterior en el pasado (Más allá de la palabra transcurre en 1908), no circunscribe sus relatos en épocas remotas, como demuestran sus dos primeras obras, y lo hará en la que trabaja actualmente ("con un trasfondo urbano y contemporáneo"). Del mismo modo, el autor insiste en desmarcar su estilo del de los autores más reputados que ha traducido y que se suelen citar en su perfil, aunque reconoce que esa labor de traducción es enriquecedora: "No creo que me influya el estilo de los autores que traduzco, pero sí suponen un aprendizaje muy importante. De alguna manera, al ir conociendo el estilo de otros autores, al escribir me puede resultar más sencillo utilizar algunos de sus recursos para armar mis propias novelas".
Iriarte confiesa entre risas que en la relación de escritores a los que traduce hay algunos que prefiere omitir y que, como en los últimos tiempos se está dedicando a la traducción de poesía ("algo que requiere un esfuerzo especial y que haces casi por amor al arte"), lo compensa con la traducción de bestsellers ("mucho más sencillos de abordar y mucho más rentables"). "Pero de ahí también se aprende", matiza, "pues traduciendo alguna novela mediocre uno puede ver lo que falla, lo que no te interesa, aquello que en definitiva quieres evitar".
Esta es la tercera, de cuatro novelas, que Iriarte publica como resultado de ganar un concurso literario, algo que el autor no considera casual. "A mí me resulta más fácil convencer a los jurados de los premios que los editores (sonríe)."

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Entre las brumas

Llega ahora a mis manos una muy elaborada y generosa reseña de Las huellas erradas publicada en la revista de humanidades biTARTE.

Entre las brumas
Eduardo Iriarte ganó con Las huellas erradas el III Premio Logroño de Novela. Más que merecidamente, con toda seguridad. Se trata de un texto maduro, exacto en la elección de las secuencias así en la de un léxico muy ajustado al ambiente rural en que transcurre la acción. Pero lo más destacable es la atmósfera que baña a los personajes tanto interior como exteriormente. Se trata un aire en el que parecen haber desaparecido el tiempo y el espacio. Y casi la individualidad. Hay dos novelas, por lo menos, en las que se utiliza de manera muy inteligente la borrosidad física, ambiental. Una es El fuego (1916), de Barbusse, y la otra, Blancos y Negros (1899), de Arturo Campión.
En la primera el autor francés organiza un episodio en torno al barro. Sucede durante uno de los infinitos días de trincheras de la Primera Guerra Mundial. Lleva un montón de tiempo lloviendo y todo se vuelve gris, las trincheras, la tierra de nadie y, sobre todo, los uniformes. De pronto nadie sabe a qué bando pertenece, el barro unifica a los contendientes impidiendo que disparen, no vayan a hacerlo entre sí.
En la novela de Campión, la lluvia y la niebla se enseñorean del pueblón de Urgain: «Llueve, llueve, llueve. Quince días de lluvia incesante, inagotable, irrestañable […] El paisaje, materialmente diluido en la acuosa atmósfera lograba, a duras penas, salvar de aquel emborronamiento algunos rasgos». El párrafo citado se encuentra en el comienzo de la novela. Campión quiere que al borrarse todo, el paisaje, las calles, se borren también las diferencias entre blancos y negros, es decir, entre los contendientes que acaban de enfrentarse en la segunda guerra carlista. Y todo para que parezca que hay paz y puedan aflorar unos sentimientos distintos, más fraternales. Sólo que al igual que lo que ocurrirá en las trincheras del norte, el barro, la lluvia y la niebla serán efímeros, y el conflicto que parecía suspendido rebrotará con su cortejo de muerte.

Pues bien, en Las huellas erradas de Eduardo Iriarte ocurre algo parecido. La borrosidad se asienta en la novela desde el comienzo. Simón, el protagonista, tiene dificultades no sólo para encontrar la tumba de su amigo Andrés en el cementerio del pueblo de Escarza sino que también le cuesta lo suyo encontrar el propio pueblo y el cementerio. El segundo párrafo de la novela no puede resultar más elocuente: «Le había llevado el día entero hacerse una composición de lugar y orientarse entre los caseríos desperdigados y el denso cogollo de casas que formaba el pueblo en sí.
El cementerio estaba alejado, al abrigo de una colina que ningún camino Le había llevado el día entero hacerse una composición de lugar y orientarse entre los caseríos desperdigados y el denso cogollo de casas que formaba el pueblo en sí. El cementerio estaba alejado, al abrigo de una colina que ningún camino sorteaba, como si hubiera una intención palmaria de dificultar la llegada hasta allí, quizá por miedo a que el trayecto resultara demasiado accesible. Los chopos rodeaban el recinto como un refuerzo del muro que lo delimitaba. Las siluetas espigadas proyectaban las últimas sombras del día contra el enlucido áspero y agrietado. Algo más allá, las aguas del río formaban un remanso que guardaba respetuoso silencio allí donde descansaban los antepasados y añoraban sus huesos el frescor de la corriente.»
Muy pronto descubriremos que hay dos clases de brumas. Por un lado, están las del pueblo de Escarza, una niebla geográfica que oculta la borrosidad moral de sus habitantes. Por otro lado está el mundo borroso en el que vive Simón, el protagonista. Simón ha emprendido el viaje hacia el pueblo de Escarza para encontrarse con su amigo Andrés, con quien ha vivido la misma guerra que noveló Arturo Campión, pero en su caminar va mezclando el hoy con el ayer, los recuerdos con la realidad. Simón habita en una especie de sopa o niebla temporal que va a chocar con el velo no menos espero con que le acogerá el lugar de Escarza. En primera instancia, todo parece indicar que las sombras que gravitan sobre escarza lo hacen para ocultar con su manto un comprensible rechazo a la guerra recién acabada, como hicieron los habitantes de Urgain en la novela de Campión.
Ocurre como si nadie quisiera recordar que hubo dos bandos enfrentados a muerte. Y eso no puede extrañarle mucho a un Simón que busca lo mismo, olvidar, no en balde desertó con Andrés mientras luchaban contra unos carlistas en plena desbandada. Las sombras que lleva dentro el propio Simón pretenderían, pues, ocultar, también en primera instancia, unos hechos muy dolorosos de los que tuve que salirse. En un más difícil todavía, la guerra había vuelto indistinguibles los uniformes pero no ya debido a una suerte de barro primigenio que reduciría a sus orígenes a los contendientes, como imaginó Barbusse, sino por culpa de los atropellos intercambiables y, por consiguiente, indignos y rechazables.

Una vez en Escarza, Simón se da cuenta, sin embargo, de que sus gentes no sólo han tendido una posible cortina de humo sobre los acontecimientos de la guerra sino que, en realidad, la están tendiendo sobre lo que rodeó al regreso de su amigo Andrés. Y lo sabe porque nadie quiere hablar del tema, todos lo evitan. Finalmente, el cura le contará que Andrés murió en unas circunstancias tan banales que mejor es no removerlas. Con ello, el cura no consigue sino acicatear la curiosidad de Simón. Tal vez porque se siente un poco Andrés, no en balde la niebla que Simón lleva dentro acaba por indiferenciar no sólo el presente y el pasado, los distintos hechos y lugares, sino incluso a las personas entre sí.
Y será esa pesquisa la que lleve, de rebote, a despejar la bruma que le habita y en la que lleva inmerso desde el final de la guerra. Buscando a Andrés, Simón se irá encontrando a sí mismo. Con una pega, conforme vaya descorriendo la doble cortina de humo se verá confrontado a la fuerza de todo un pueblo que sólo quiere que todo quede tapado a fin de tranquilizar su conciencia y evitar responsabilidades.

Eduardo Iriarte ha construido un relato espléndido sobre una base que parece puramente meteorológica. Al principio es la niebla. Una niebla que envuelve el pueblo de Escarza y también a Simón y al pastor Eugenio, un personaje ligado a la peripecia central que también se metió en la niebla para huir de la realidad y acogerse a la sombra protectora de sus deseos. Luego, la niebla se disipará con resultados trágicos. Entretanto y a lo largo del proceso irán apareciendo una serie de hitos sangrientos, una cadena hecha de elementos dispares que tienen que ver directamente con la realidad, por oposición al universo de la niebla y de las sombras, del ocultamiento.
El primer eslabón de la cadena lo constituye el cuerpecillo de la niña ensangrentada como consecuencia de un disparo durante una escaramuza de guerra. Le sigue un segundo hito, el de la gallina que degüella la cecina de Escarza con quien primero se entrevista Simón y que remite, por sus cualidades plásticas, a la niña ensangrentada. La cadena continúa con la paloma, a la que el pastor Eugenio arranca la cabeza, y con la perra a la que también mata el pastor para evitar, en ambos casos, que el cura, y con él el pueblo, hurguen en sus sombras. Unas sombras en las que también hay una oveja preñada que desaparece y un feto humano muerto.
Pero al mismo tiempo que esos hechos sangrientos sirven para mostrar la realidad que se oculta debajo de la sombra, sirven, al remontarlos a la secuencia cronológica real –no en la que se presenta al albur de la memoria--, para que Simón y Eugenio busquen una expiación por anticipado, ya sea a través de la niña ensangrentada, en el caso de Simón, ya a través del nasciturus —y de quien lo llevaba en su seno— por lo que se refiere a Eugenio. Destinos oscuros en un mundo oscuro cuidadosa y rigurosamente pintado por Eduardo Iriarte. Tragedia rural en una época y un medio no cabe más oscurantistas. No en vano se trata de la España de finales del XIX.
Elena Abaurrea Oroz
biTARTE
Revista de humanidades, abril de 2010